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Son las 10 de la mañana. Es sábado, día de mercado en Santuario, un municipio cafetero de Risaralda. El parque principal, rodeado de casas de dos pisos, con balcones de colores, está atestado de visitantes del campo y de jeeps Willys cargados con bultos de café y plátanos, y entre esos remolinos humanos hay dos jóvenes emberas vestidos de mujer.

Se llaman Mayeli y Leidy, dos indígenas trans que en silencio han sido desterradas a vivir en este municipio, lejos de sus comunidades, porque no las aceptan. Las acompaña Yeison Wasorna, otro embera que es compañero sentimental de Mayeli desde hace cuatro años.

Los emberas no pasan inadvertidos entre los campesinos. Son de baja estatura y ademanes delicados. Mayeli luce el típico atuendo de las mujeres emberas: un vestido con falda corta, con corte de cabello de mujer y rostro maquillado en el que resaltan la pestañina, el delineador, el rubor y los labiales rojos. Leidy viste blusa con un short.

Además de Mayeli y Leidy, otros indígenas homosexuales comienzan a verse en el parque. Los llaman ‘primos’. Los propios indígenas les dieron ese nombre porque ya no son considerados hermanos, como se llaman entre ellos.

La voz de Mayeli, aún grave, contrasta con sus ademanes femeninos. “Vamos a comprar ropa”, dijo, y cruzó delicadamente sus dedos, también gruesos, sobre el pecho, mientras su compañero sentimental la sujeta de un brazo. Los ‘primos’ caminan, casi siempre, con hombres –algunos menores de edad– y recorren los almacenes de ropa, calzado, cosméticos y accesorios del pueblo.
El destierro de los indígenas transexuales

En Santuario (Risaralda), los ‘primos’ encuentran tranquilidad tras ser expulsados de sus resguardos.

Foto: Alexis Múnera

La pareja se pierde en el parque entre la gente cada vez más numerosa, en busca de los almacenes que regularmente visita cuando baja al pueblo desde la finca donde vive. En su camino, los novios se cruzan con más trans indígenas, que se contonean con sus cortes de cabello de mujer y rostros de rasgos indígenas en los que resaltan el maquillaje remarcado, los tatuajes y las prendas de colores. Visten blusas con faldas indígenas o yines, y tenis.

Leydi cuenta que nació en Pueblo Rico, Risaralda, y que a los 14 años descubrió que le atraían más los hombres que las mujeres. Eso le valió que la castigaran y prefirió escapar de la casa, por eso vive desde hace seis años en Santuario.

Apenas está empezando su transformación física, parece un niño disfrazado de mujer. Sus manos son toscas, de dedos grandes y falanges prominentes. Son manos de campesino. Jornalea en las fincas, y de eso vive; vive tranquila. Los ‘primos’ trabajan en las fincas cafeteras y, ahora que está en auge la cosecha grande del grano, comienzan a llegar en buena cantidad a Santuario.

“Los memes (nombre que les dan a los indígenas) son los que ayudan a recolectar la cosecha de café acá. El dueño de una finca me dijo una vez que no contaba sino con esa gente; son cumplidos”, dijo Arcángel Zapata, un habitante del pueblo.

En una de las mesas de una cafetería del marco del parque, las cuales ubican sobre el andén, Alba Guatiquí, una embera de piel mestiza, no deja de mirar a todos lados. La acompañan Leidy y Mayeli. En una mezcla de castellano y su lengua nativa, Alba contó que su hijo es ‘primo’ y que ese día le gustaría encontrarse con él, aunque no se le notan muchas ganas de verdad.

“De pequeño nació así. La hija mayor mía dijo que él va a quedar gay porque tiene cuerpo como de mujer. Desde los 10 años le gustó la ropa de la mujer”, contó Alba, y confesó que cuando su hijo ya estaba grande, “no le dimos (más) alimentación, lo echamos de la casa”.

El hijo de Alba se salvó de los castigos. Ella misma cuenta que su comunidad indígena los amarra y les da fuete hasta que les “sangra el cuerpo”. Y es que para esta indígena, como para sus hermanos, la orientación sexual de su hijo es un “castigo de Dios”, y está bien que ya no haga parte de la familia. Sin embargo, comentó que cuando se ven, ella, “porque ya es una mujer y no parece hombre”, le regala ropa, “pantalón y camisa también para el papá”.

La asesora de derechos humanos de la Gobernación de Risaralda, Mónica Gómez, quien ha trabajado con los emberas desde hace muchos años, corrobora la versión de Alba.

“La transexualidad en todas las especies es muy complicada, pero en las comunidades indígenas es más. A ellos (a los indígenas gais) los sacan de las comunidades cuando declaran su opción sexual”, cuenta Gómez.

Incluso denunció que el maltrato, dentro de las comunidades aborígenes, a los homosexuales ha llevado a que algunos se suiciden. “Esto (la situación que describe de los indígenas gais) tiene un contenido social que sería bueno visibilizar. Se trata del respeto a los derechos del otro”, señaló.

Algunos ‘primos’ se dedican a la prostitución y por eso se los puede encontrar también cuatro cuadras abajo del parque, en la zona de tolerancia.

“Lamentablemente, en su gran mayoría (los ‘primos’), se dedican a la prostituciónporque no les dan trabajos decentes”, afirmó Gómez, y añadió que son los mismos indígenas que los rechazaron en sus comunidades los que utilizan sus servicios sexuales: “Los emborrachan, tienen relaciones sexuales con ellos y luego les toman fotos, los degradan, los ridiculizan”.

La propietaria del último almacén al que llegaron Mayeli y Yeison comentó que no tiene ningún problema con los ‘primos’, como la mayoría de los habitantes del pueblo. “Ellos son una cultura muy rica que a nosotros como santuareños nos ha enriquecido mucho, ellos nos han enseñado mucho de integración y de respeto”.

Cuando estaban en ese almacén, Mayeli ya no tenía el vestido típico de las mujeres embera, se había puesto un leggings camuflado de colores rojo y negro y un top azul de encaje. En la calle sacó un espejo y comenzó a arreglarse el maquillaje. “Yo creí que era un mujer cuando la vi”, admitió un hombre.

El destierro de los indígenas transexuales

Los ‘primos’ se ven por todas partes, en las bancas que rodean el parque, en las cafeterías, dentro de los jeeps, encima de ellos, en el atrio de la iglesia.

Foto: Alexis Múnera

“Cuando ellos vienen vestidos como hombres, los tratamos como hombres; cuando ellas vienen vestidas como niñas, las tratamos como niñas. De acuerdo a como vengan, nosotros los tratamos”, dijo la dueña del almacén.

Martín Siagama, gobernador del Resguardo Unificado Embera Chamí de Pueblo Rico, los fustiga.

“Como seres humanos valoramos lo que el Creador, Dios o en nuestro idioma, Tata, nos dio. Él mandó los hombres para las mujeres y las mujeres para los hombres. A este tipo de personas (los trans indígenas) Dios no los ha mandado al mundo. Es un irrespeto que un hombre quiera volverse una mujer y una mujer quiera volverse un hombre. Dios no permite eso”, afirmó Siagama.

El gobernador indígena asevera que la diversidad sexual se debe esencialmente al contacto de los nativos con la cultura de los kapunia (los blancos).

“Hasta ahora no hemos visto que un hombre haya nacido de esa manera. El cambio cultural, los jóvenes que están saliendo hacia afuera, a trabajar, recolectar café, le está cambiando la mentalidad a la juventud indígena. Porque de nacimiento nunca lo hemos visto. Los ancianos del resguardo nos han dicho que un indígena, un ser humano nunca nace con esas cosas. La sociedad hace cambiar el modo de vivir”, sostuvo.

Territorio libre

Esto no es nada nuevo para el historiador Víctor Zuluaga, una autoridad en el estudio de los emberas, quien explica que la tolerancia hacia la diversidad sexual en las comunidades emberas “es cero”, “o se es hombre o se es mujer”. 

Dice que para estos indígenas, por ejemplo, los hijos gemelos son una maldición, y de ahí que a las mujeres embarazadas les esté prohibido comer frutas que estén pegadas una a la otra, como un banano pegado de otro.

Otra de sus prácticas, que está muy relacionada con el rechazo a la homosexualidad, es la mutilación genital femenina, la ablación. “Asumen que el clítoris en la mujer es un órgano masculino atrofiado, es un rezago, una presencia masculina en una figura femenina”, afirmó el historiador.

De hecho, Zuluaga recordó una conversación que tuvo con un jaibaná, la máxima autoridad en una comunidad indígena, en la cual le dijo que “cualquier hombre o mujer que de alguna manera no se comporte de acuerdo con su sexo, sino con alguna otra orientación, lo único que merecía es la muerte”.

En Santuario y en Apía, municipio risaraldense cercano, los ‘primos’ tienen un territorio libre porque, si bien hay cabildos, no hay resguardos.

“Ellos pueden mostrarse y actuar como tal, sin que haya represión”, comentó Zuluaga. “Esta es la tierra de las comunidades gais indígenas”, coincide Gómez.

Ellos se han venido a buscar trabajo y han encontrado que ser homosexual da mucha plata

Hacia el mediodía ya hace un calor agradable en Santuario. La temperatura supera los 20 grados que, en promedio, permiten los 1.575 metros de altura sobre el nivel de mar de este pueblo situado en las verdes montañas de la cordillera Central. Los ‘primos’ ya se ven por todas partes, en las bancas que rodean el parque, en las cafeterías, dentro de los jeeps, encima de ellos, en el atrio de la iglesia.

Que se ubiquen en este último lugar no le gusta mucho al sacerdote José Orlando Quiceno, párroco del templo, quien considera que los gobernadores indígenas y el alcalde deben hacer algo porque “este tema moral se está saliendo de las manos”.

Para el sacerdote, que cuenta haber trabajado con indígenas en otros lugares de Colombia, los ‘primos’ es “algo muy degradante en lo que cayeron los indígenas” y dijo que ellos no son ‘trans’, sino que “lo cogieron más por moda y por dinero”.

Cuenta que él nunca escuchó que expulsaran a un indígena por su orientación sexual, “porque ellos no son gais, ellos se han venido a buscar trabajo y han encontrado que ser homosexual da mucha plata”, y denunció que “los cuarteles de las fincas cafeteras se han convertido en burdeles”.

Pero la gente del municipio parece no molestarse. Acerca del comportamiento de los ‘primos’, dos policías comentaron que, en general, es bueno. Eso sí, aclararon que una cosa son los indígenas, todos en general, “en sano juicio y otra, cuando se toman sus tragos”.

Es mediodía, Mayeli y su novio comentan que es hora de regresar a casa. Se despiden y se marchan. Seguramente volverán a Santuario durante los sábados siguientes. La cosecha cafetera está abundante y les permitirá trabajar para ganar dinero y mantener su forma de vida independiente. Una última mirada al espejo de Mayeli y se pierden en medio del tumulto.

FUENTE: EL TIEMPO